lunes, 24 de julio de 2023

Discurso de orden del Cap GN-Ret. Rancés A. Chacón Plata el 24 de Julio de 2023

Cap. GN- Ret. Rancés A. Chacón Plata: Orador de orden en el acto celebrando el natalicio de El Libertador. 
 



DISERTACIÓN CON MOTIVO DEL 240 ANIVERSARIO 

DEL NATALICIO DEL LIBERTADOR SIMÓN BOLIVAR, 

POR PARTE DEL CAP. (GN-R) RANCES ARNOLDO CHACÓN PLATA.


Damas y caballeros:


Comienzo formulando una pregunta: ¿Qué significa “libertar”?. El Diccionario Enciclopédico Larousse ofrece esta definición: “Liberar, poner en libertad, dejar libre algo o a alguien”. De esta definición se desprende que a ese “algo” o “alguien” no se le permite su libre actuación, su libre desempeño, por causas externas ajenas a su naturaleza intrínseca. Para solucionar esto, se requiere que alguien asuma la tarea de poner en libertad a ese “algo” o “alguien”, tomando sobre sí la responsabilidad de cumplir esa misión, superando cualquier obstáculo que se le presente. En otras palabras, se necesita un libertador, definido por el mismo Diccionario Enciclopédico Larousse con estas sencillas palabras: “Que liberta”. Un libertador, por ende, viene a ser una persona o un evento que rompe cadenas, corta ataduras y abre puertas. Un libertador es una figura entre mesiánica y común que hace posible lo que, para la mayoría, puede lucir verdaderamente imposible; una suerte de faro que muestra a quienes, navegando en sus embarcaciones, se hallan en medio de una tormenta y buscan alcanzar buen puerto antes de que su nave sucumba a la bravura del mar.

Todas las civilizaciones que han aparecido y desaparecido a lo largo de la historia de la humanidad conocieron, de un modo u otro, el oprobio de la tiranía y de la esclavitud, pero también conocieron a una persona quien les mostró que tales condiciones podían cambiar; les habló y les convenció de ello, poniéndose al frente de la lucha que inevitablemente llegaría, porque no fue fácil –y nunca lo será- hacerle ver a quienes permanecieron largo tiempo encadenados, que la hora de la liberación había llegado y, sobre todo, demostrar que sí podía alcanzarse esa liberación.

Los hebreos tuvieron a Moisés; los atenienses, a Harmodio y Aristogitón. El Cáucaso tuvo al guerrero SchamYl y los suizos al montañés Guillermo Tell. En el norte del Nuevo Continente, George Washington derrotó al poderoso imperio inglés y en el extremo sur, José de San Martín y Bernardo O’Higgins quebraron la hegemonía realista. Todos estos personajes, por su entrega a la causa de la libertad de sus respectivos gentilicios y países, merecieron ser llamados libertadores.

Pero solo a un personaje, en toda la historia de la humanidad, se le ha otorgado el título oficial de Libertador.

Al norte del sur, en la entonces Capitanía General de Venezuela, el 24 de julio de 1783, llegó al mundo un niño que fue bautizado como Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Ponte Palacios y Blanco, hijo de Juan Vicente Bolívar y Ponte, un militar y comerciante de ascendencia gallego-vizcaína, considerado uno de los hombres más ricos del Imperio Español y de María de la Concepción Palacios y Blanco, una dama de la alta sociedad caraqueña, descendiente de un capitán que acompañó a Diego de Losada en la expedición que dio lugar a la fundación de Santiago de León de Caracas. Siendo un pequeño de menos de 3 años, había perdido a su padre, quedando bajo los amorosos cuidados de su progenitora, a quien perdió seis años después, por lo cual quedó bajo la custodia de su abuelo materno Feliciano Palacios, junto a sus hermanos Juan Vicente, María Antonia y Juana.

Puesto luego bajo la tutela de su tío materno: Carlos Palacios -quien se ausentaba de Caracas para atender sus propiedades- fue atendido por la servidumbre y se educó en la Escuela Pública de Caracas; esta combinación de ambientes de vida le brindó gran equilibrio emocional durante su infancia, aunque muchas veces tuvo ciertos arrebatos propios de su alma inquieta. Dadas las constantes ausencias a las que se veía obligado, Carlos Palacios decidió mandar a su sobrino a vivir en la casa de Simón Rodríguez, maestro de la Escuela Pública de Caracas, quien tenía una concepción innovadora de lo que debía ser el modelo educativo de las naciones americanas. Fue con él quien el hijo menor de los Bolívar Palacios estableció una relación fructífera y reveladora, amén de un aprendizaje que nutrió a ambos.

Ingresado a los quince años de edad en el Batallón de Milicias de Blancos de los Valles de Aragua, fue enviado a España y en Madrid conoció a María Teresa Rodríguez del Toro y Alayza, con quien inició una relación de noviazgo que culminó en matrimonio dos años después; pero al cabo de menos de un año, la muerte de la joven María Teresa acabó con el vínculo matrimonial. Este trágico evento, al cual el mismo Simón José Antonio consideró siempre como el momento que lo transmutaría en un hombre público llamado a un destino más grande, marcó su vida al punto de no volver jamás a contraer matrimonio, lo cual facilitó las posteriores decisiones que tomó luego de partir de viaje hacia Europa donde, junto a su maestro Rodríguez, se sumergió en la lectura de los clásicos y en la ilustración de los diversos campos del saber universal, así como en la política y en las ideas proindependentistas que corrían entre los ilustrados círculos sociales parisinos. Todo esto le condujo a jurar, el 15 de agosto de 1805, en el llamado Monte Sacro de Roma, a comprometerse de lleno y de por vida a liberar a su tierra natal del entonces invencible poder español.

Simón José Antonio volvió a Caracas al año siguiente y unió sus esfuerzos a la causa republicana, al tiempo que administraba los negocios de su familia. Pero su tarea no fue nada fácil. Los eventos del 19 de abril de 1810, marcados por la diferencia de ideas entre sus coterráneos respecto a la forma de autodeterminación, lo convencieron de que solamente la unión bajo una sola premisa y el trabajo orientado hacia un solo objetivo harían posible la tan ansiada libertad del país.

Tras la Declaración de Independencia del 5 de julio de 1811, no fueron pocos los caudillos surgidos en las distintas regiones de Venezuela que atrajeron hacia sí a cientos de hombres y mujeres que, cansados de los abusos de las autoridades peninsulares y de sus aliados criollos, resolvían unirse a las filas rebeldes; pero esta desorganización, lejos de servir a la causa independentista, lo que hizo fue entorpecer y llevar al traste todos los esfuerzos destinados para tal fin. Santiago Mariño en oriente, José Antonio Páez en los llanos, José Francisco Bermúdez en el centro, Rafael Urdaneta en Maracaibo y Manuel Carlos Piar entre los pardos; cada uno tenía una concepción de lo que significaba “luchar por la libertad”, por lo que se negaban rotundamente a someterse a un mando central, en especial si éste lo ostentaba alguien perteneciente a la clase alta caraqueña.

Tuvo entonces Simón José Antonio que ir trabajando en la forma de unir a todos estos líderes, una vez que alcanzara el máximo mando militar, luego de la capitulación de Sebastián Francisco de Miranda, Generalísimo de los ejércitos nombrado por el Congreso de Venezuela, ante Domingo de Monteverde, capitán de fragata al servicio del Rey de España.

Y Simón José Antonio lo logró… Lo hizo con su talento para aplicar las tácticas militares, con su don de persuadir a las gentes, con su conocimiento de las capacidades y debilidades de sus subalternos, con su constancia y, sobre todo, con su fortaleza de espíritu. Solo alguien con un genio de su clase pudo levantarse luego de pasar por tan grandes privaciones, sufrir amargas incomprensiones y hasta de recibir el desprecio de sus propios paisanos cuando se le tachó de “dictador”. No en balde sobre él escribió Luis Perú De La Croix en su “Diario de Bucaramanga”: “Tiene el orgullo de un alma noble y elevada; la dignidad de su rango y el amor propio que da el mérito y conduce al hombre a las grandes acciones: su ambición es para la gloria y su gloria es la de haber libertado diez millones de individuos y haber fundado tres repúblicas”, refiriéndose a la Gran Colombia (compuesta en ese entonces por Venezuela, Nueva Granada y Ecuador), Perú y Bolivia.

Simón José Antonio vivió tanto en su presente como en el pasado. La fama y la inmortalidad se hicieron para él. En batallas como las de Cúcuta, Taguanes, Araure, Pantano de Vargas, Boyacá, Carabobo, Bomboná y Junín, su espada cortó las fuertes ligaduras con las cuales el Imperio Español mantuvo atado a todo un continente durante 300 años. Con su encendida prosa, despertó el sentimiento del honor y del compromiso patrio en quienes leyeron o escucharon sus palabras, sea en la Carta de Jamaica, en el Manifiesto de Cartagena, en el discurso de Angostura o en su poderosa arenga a las tropas republicanas previo al combate de Junín, donde exclamó: “Vais a completar la obra más grande que el cielo ha podido encargar a los hombres: la de salvar un mundo entero de la esclavitud”.

Su amplia visión política previó la necesidad de unión de las naciones sudamericanas con miras al desarrollo de la región y a combatir al enemigo común, tal como lo expresó en su convocatoria al Congreso Anfictiónico de Panamá. Fue un fundador, un adelantado a su época, un hombre en quien se aplicó muy bien la frase de la 2da Carta a los Corintios, Cap. 5, verso 17, que dice: “Las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas”. Fue un hombre de tomar posesión, de hacer leyes, de crear; fue un gran pensador, un visionario y un filósofo al mejor estilo del emperador Marco Aurelio, pues logró ver la verdadera condición de la América hispana, aún en medio de las convulsiones de su pueblo.

Por eso es que hay pocas almas tan ricas y, al mismo tiempo, tan complejas como la suya. Las armas, las letras, la reflexión, la acción, el sentimiento y la predicción, el conocer y el actuar tuvieron en Simón José Antonio una altura y una sincronía excepcionales. Sin embargo, también tuvo su carga de sed trágica, quizás una de las más pesadas que ha conocido la humanidad, expresada por él mismo cuando afirmó: “Los tres grandes majaderos de la historia hemos sido Jesucristo; Don Quijote y yo”.

Cuando su vida se apagó aquel aciago día de diciembre de 1830, quienes llevaban su cuerpo al sepulcro pensaban que enterraban a quien fue la luz de una edad dorada, pues les parecía que, con su desaparición física, comenzaría una era de sombras y decadencia; y en cierto modo no se equivocaron. Sin embargo, su memoria no desapareció de entre los ciudadanos, del pueblo llano, de los habitantes de una tierra, a quienes Simón José Antonio libró, gracias a su heroísmo, tenacidad y entrega, de los conquistadores castellanos que la hollaron por 3 largos siglos. Simón José Antonio hizo del pueblo suramericano un pueblo hambriento de grandeza.

Ese mismo pueblo fue el que, en medio de la llamada “Campaña Admirable” de 1813, lo aclamó en Mérida como Libertador el 23 de mayo de ese mismo año y que, casi cinco meses después, le concedería, a través de la municipalidad de Caracas, el título oficial de Libertador y Capitán de los Ejércitos de la República, en reconocimiento a su destacada actuación en favor de la libertad de Venezuela; título que Simón José Antonio manifestó preferir al cetro de todos los imperios de la tierra, por ser más glorioso y satisfactorio para él.


Señoras y señores, muchas gracias a todos.


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