En el marco de la conmemoración de la muerte de Bolívar en Táriba, el poeta Manuel Rojas participó con su obra titulada: BOLIVAR EN EL MONTE SACRO.
El recital poético fue organizado por la Sociedad Bolivariana de Táriba y el Club Torbes:
Poema: Bolívar en el Monte Sacro - Manuel Rojas - (3 min)
SINTESIS BIOGRAFICA DEL AUTOR:
MANUEL ROJAS: hormigasdepapel@hotmail.com
RESIDENCIA: San Cristóbal, estado Táchira, Venezuela.
Blog: http://trazos-trazos.blogspot.
TELF: 0276-3438710
CELULAR: 0416-2749987
- Narrador, ensayista y poeta.
- Nació en San Cristóbal, estado Táchira, Venezuela, en 1955.
- Ha sido galardonado con varios Premios y Menciones Especiales, en Concursos Literarios de la región.
- En 1990 obtuvo el Primer Premio en el Concurso de Poesía Binacional Fronterizo, auspiciado por el Instituto Universitario de la Frontera (IUFRONT).
- Posee once Premios literarios entre Primer lugar y Mención Especial, en Narrativa, poesía y ensayo.
- Su producción literaria aparece en periódicos y revistas naciones e internacionales. Ha sido jurado en varios concursos literarios.
- Obras publicadas: libro de cuentos titulado: “Los Espacios Socavados” (1994), Editorial “La Artística”. Libro de poemas y cuentos cortos titulado “Hojas de Ceniza” Biblioteca de Autores y Temas Tachirenses (1999)”Con el Paso del Tiempo” libro de cuentos ganador del Concurso de libro, auspiciado por la Dirección de Cultura del estado Táchira, Venezuela. (2003) “Ceremonia del Ocaso”, ganador del Concurso Cada Día un Libro, perteneciente al Certamen Mayor para las letras y las Artes, convocado por el Ministerio del Poder Popular para la Cultura, de la República Bolivariana de Venezuela.
- Poemas. (2005). “La Mano del Moribundo y otros cuentos” Fondo Editorial Simón Rodríguez (2006). Coordinador de varias revistas literarias. Se desempeñó como Coordinador de Literatura de la Dirección de Cultura del estado Táchira, Venezuela.
TEXTO DE SU OBRA BOLIVAR EN EL MONTE SACRO
El aire sonaba con rumor de trueno lejano, como si una tempestad se avecinara sobre la cima de las siete colinas de Roma. El zumbido se oía en destajos acompasados, al ritmo del agua de una lluvia matinal que bañaba las piedras del Aventino. El Monte Sacro se vestía de púrpura, entre las cavidades de las rocas, bajo una luz sublime que anunciaba una tarde vesperal. Sin embargo la tarde se mostraba tranquila, como si Dios se hubiera quedado dormido sobre las nubes.
El maestro observaba la ciudad, las cúpulas doradas que sobresalían cual cabezas de jirafa en un paraje de casas muertas. El sol se ponía en lo alto. La tierra gemía por dentro con la llama de un sueño que retumbaba en las entrañas de un paraíso perdido. El joven, con la mirada detenida en el umbral secreto del viento, recorría absorto el paisaje de un imperio que empezaba a desmoronarse. Licinio pernoctaba en una cabaña de hojarasca; los plebeyos yacían en el borde del precipicio arañando aviesamente la cabellera de la luna que empezaba a asomarse por entre las celosías del ocaso. La noche advenía insistente, con pasos de caballos rabiosos.
El joven recuerda su infancia. Un color, el amarillo, tal vez, se atraviesa en su cabeza, y un ardor, como de un tizón encendido, le quema el corazón. A lo lejos se oyen las campanas de una iglesia pequeña que suplica un miserere mei, Deus. En Madrid se oye otro grito: ¡En la maldad fui formado y en el pecado me concibió mi madre! Se respira un clima intenso, con fragancia de flores del estío que recién abre sus capullos. Fernando contempla el atardecer. Bolívar, el fausto del Gólgota de la blonda ultramarina, sostiene entre sus manos el báculo del maestro Rodríguez. Se arrodilla. El tiempo transcurre breve. Pesa como un metal. El viento aletea cual ave herida. Sus manos arañan la soledad del instante, se reflejan en el espejo vivo de la tarde; en un pergamino hecho jirones en las manos de Cortés, el conquistador comedido.
Las barcasolas de un lejano continente inmerso en la penumbra, reclaman su origen. Sus raíces vivas regresan en un soplo divino que le sumerge en el designio de una profecía milenaria. El muchacho pronuncia el juramento. La tarde se cierra lentamente. Esa noche el maestro duerme como jamás lo había hecho durante años. El joven sueña con gladiadores, con campeadores de la lluvia, imagina al Mío Cid y al Quijote y cree verlos entre las densas tinieblas de la madrugada. Pero estaba seguro que había hecho lo correcto. De eso no se arrepentiría jamás. Su cabeza deliraba con gotas de sangre en el sudario de un Cristo negro, americano, con olor a incienso y fragancias africanas. El sol se oculta finalmente; sin duda alguna, Aquiles, el héroe de batallas legendarias, también regresa de la ígnea majestad del imperio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario